Más comentarios sobre el autor


Construye como en las lágrimas de su poema un tejido de resonancias humanas y se confronta ante el dolor de los demás. Una obra que comparte, como en el resto de poetas escogidos, la inquietud universalista sin perder el cordón umbilical con la magia de los orígenes. Es también una actitud que señala una de las vertientes de la poesía contemporánea colombiana.


Gustavo Tatis Guerra, “Seis poetas del Caribe colombiano” (Presentación de la antología poética). En: Revista Común Presencia Nº 18. Bogotá, Colombia, 2006, p. 31.


***


Al lado de lírica pureza concurre, a la vez, un país de luces, manchas y sombras extraídas de realidades palpables e intangibles.

Miguel Torres Pereira, Contraportada del libro Las sombras del asedio (Los Conjurados, 2007).

***

(…) El poema “Naufragios que nos pasan” tiene fuerza, y sobre todo, trasunta un convencimiento como si lo acontecido le hubiera ocurrido a uno (pero no olvidemos que todo lo que pasa me está ocurriendo también a mí, aunque no tenga nada que ver [¿fue Paul Èluard que decía que cuando alguien corta una flor se estremece una estrella?]). Me llamó la atención en ambos poemas el comenzar la última estrofa con "Así pasa,", como si ambos poemas fueran parte de una serie de "presagios" y esas palabras sirvieran de eslabón entre todos. Con relación a "Tristeza", puedo decir que en un mismo verso hay tres tipos de sensaciones distintas: olfativas (perfumes), visuales (mariposas) y auditivas (melodiosas) donde se destruyen los lugares comunes invadiendo los distintos tipos de sensaciones con sensaciones propias de otros sentidos. Ambos poemas tienen una fuerza que es categórica. (…)

Héctor De León, poeta y traductor argentino.

***



Argemiro Menco desnuda sus emociones para enfrentarse a lo que ama; también reflexiona sobre la condición de poeta para sentenciar una propiedad del espíritu creador. Sorprende con unos versos breves cargados de una gran profundidad, con un tono irónico y una paradoja entre lo aparente y lo auténtico, que legitiman el carácter simbólico de la obra poética. Nos entrega unos versos en prosa con acierto estilístico, lo cual hace visible la cercanía de género entre lo prosaico y lo lírico.


José Luis Castaño Nieto. "Ocho voces de arjona" (Prólogo del libro Voces bajo el alar). En: Pinedo Babilonia, Nelson (ed.), Voces bajo el alar - Antología de la poesía arjonera. FUNDECAC, Cartagena, 2007, p. 60.


***



LA PALABRA LÍQUIDA


Sumergirse en los poemas de Las sombras del asedio (Común Presencia Editores) es ingresar en el territorio de la noche cercada por los elementos. Vamos del agua a la tierra llevados por el aire o por el fuego.
Amamos el abismo, «falso dios del equilibrio», como dice Menco. La lírica de este poeta ancla sus raíces en la dispersión: hay una búsqueda constante de la huella, señal de tránsito inconcluso que «disgrega la distancia». La huella, lo efímero que permanece, permite trasegar en la memoria para «borrar recuerdos ingratos y palabras infelices».
El poeta disemina sombras en el blanco de la página: sombras metafísicas, sombras intimidantes, abracadabrantes. Las sombras del asedio: la tiniebla que acecha tras la luz ideal y la mancha que aprisiona el espacio poético, el espíritu. No obstante, al fundirse en el prisma que descompone la luz, emergen los colores: la nostalgia amarilla, la cotidianidad azulina, el verde de los sueños. De ahí surge la pregunta matizada en el gris de un posible desencanto, de una zona desparramada entre lo blanco y lo negro:


¿Tienen espíritu gris
las palabras en su prisma,
mis abuelos poéticos y
la arcilla de mis sueños?


Las imágenes luminosas son nocturnas: «alguien agujerea el calabazo de la noche», una imagen de sencillez aparente que aprisiona y sofoca, que contiene y desborda. Esta es una de las claves del poemario. El encierro exige el desborde: el calabazo, final del bejuco que estalla en infinito, remite a la tierra íntima, a la irrupción del espacio signado por la condición antitética, al eco de un verso de Adonis: «la noche ya no sabe cómo resucitar sus candiles».
Menco apuesta por el diálogo entre presente y pasado para traer las palabras de la infancia, el recuerdo del padre, el regreso a la tierra, ciego y ceniciento, el murmurar del río –como un redivivo cordón umbilical– y de la canícula que «abreva la sed en el sudor de los caminos». No obstante, el retorno es imposible, porque al poeta lo «vencieron las historias». La palabra sustituye el lugar de la nostalgia y se hace conjuro al compás de la mala costumbre de sentirse labio fértil. Ahí reside otra clave del texto: la angustia que late enmascarada en el humor que entrevemos en algunos poemas es señal de asedio, de agonía clausurada por el tiempo.
Como en todo juego de luz y sombra, algo permanece oculto a la espera de que poeta y lector se encuentren en el territorio de las palabras para purificarse de los asedios y obsesiones que los intranquilizan. Sea este el momento para apostar por la palabra líquida del poeta Argemiro Menco Mendoza.


Germán Villamizar, Universidad Pedagógica. "La palabra líquida" (presentación del poemario Las sombras del asedio). En: Menco Mendoza, Argemiro. Las sombras del asedio. Los Conjurados, Bogotá, 2007, p. 5.

***


FUNDAR LA PRIMAVERA


Un incesante llamado recorre con urgencia las páginas del libro Las sombras del asedio (2007), del poeta y periodista sucreño Argemiro Menco Mendoza: la necesidad de renovar las palabras. Las mismas que, de tan gastadas, acaban por volvérsenos insulsas, monótonas, incoloras, hasta el punto de convertirse en manchas susceptibles de ser asfixiadas, convertidas en signos de humo o, en el mejor de los casos, archivadas en cubículos de sombra, tal y como lo anuncia el poeta en el poema Palabras en el tiempo. Porque hasta la misma luz —símbolo de la pureza—, de tanto repetirse en la mirada, acaba por tornarse en una mancha más, de tantas que atraviesan el mundo:


Aquí se
cristalizan los asedios sombríos,
las manchas blancas,
entre manchas
negras,
y las sombras incoloras.

Así también las palabras, los sonidos; los diferentes rostros que adquiere una voz, que, so pena de no alcanzar plena dimensión poética (en el sentido creador y fundacional del oficio), nos arrojan a un abismo de culpa y condenación:

Él no ha podido
modificar
el viejo asedio monocorde,
la vieja monotonía que exhala su
dolor.

Culpable es su cola, brocha gorda,
pluma invidente,
que
nunca podrá pintarle
nuevos tonos y colores
a su voz.

De este modo el poeta nos enseña una tragedia, allí donde el mundo disimula su diario discurrir, revelándonos la urgencia de una renovación desde la poesía hacia la vida: Sancho querido, gracias y gracias por tu fe, que sin mucho saber se puede construir el cielo prometido. Esa urgencia de remozar constituye, por supuesto, una referencia al acto creativo mediante las palabras; en sus versos figuran los indicios de un camino finamente delineado para un acontecer poético que encarne el más alto propósito, para el poeta taumaturgo que devuelva al mundo una palabra renovada, una palabra fértil inseminada por el sol, y muy acorde con la nueva sangre íntima y los nuevos periplos del hombre. Acontecer que pone en juego las disposiciones y potencialidades del alfarero de la palabra, responsable de fundar una nueva primavera y hacer que el mundo resplandezca otra vez: Las abarcas alucinan, las mochilas de los ríos, el hechizo de los sueños, la lluvia, las manchas de los dálmatas; la ceguera de los lentes, las guerras democráticas, la epifanía de un ciervo herido, unos carruajes, las añoranzas, le piden al rapsoda fundar la primavera con palabras naturales y sobrenaturales.
Paradójicamente, el mundo, esa realidad que el poeta cifra y descifra —al tiempo en que es cifrado y descifrado por ella—, ésa que como nunca antes ha abundado en palabras, precisa de palabras. Pero no cualquier palabra, sino sólo la palabra del milagro fuera del tiempo, es decir, la palabra inspirada de eternidad. Aquélla que basta para un corazón enfermo. Como la de este sutil retrato del agua cayendo sobre el agua, del agua recordándole al agua sus votos de humedad:

El río desbordado. La atarraya
del líquido celestial
pesca una ciénaga
y se llena
de escamas fosforescentes.

O esta otra que señala los estragos de la infancia; el vasto y desolado territorio de la niñez: El niño es un transeúnte infectado de abandonos.
Tal la voz del poeta, de vibraciones cósmicas, de acordes polifónicos, de acentos variados, que adquiere un tono mítico de oralidad en poemas como Historia de una estrella; o de sutil ironía en Cambio de humor y de atavíos, donde nos entrega, a modo de noticia, /…esta joya, esta perla: Anoche no hubo un solo asesinato. Los sueños alisios alteraron / el hábito de sangre en las calles ilustres / de esta hidalga y leal ciudad. Voz que exhala leyendas, recuerdos destroncados como barrancos que regresan del naufragio. Voz de obsesiones universales. Voz que abraza un misterio. Porque siempre hay un misterio que se abraza en la poesía, siempre hay un misterio acerca del cual se escribe y que, en el caso de Las sombras del asedio, podría entenderse como una reformulación de aquella vieja idea del pecado original; como una trastocación poética de aquel antiguo dictado según el cual llegamos, a este mundo, manchados. Designio ahora extendido no sólo al hombre por su desobediencia, sino a todos los seres y objetos de la Creación, y a las huellas que estos van dejando a su paso, al pisar el aire, al tocar el agua, al ceñirse el calzado de la tierra…. Huellas que, a la luz de la mirada del poeta —mirada que versa y tergiversa, mirada que no juzga y perdona—, son capaces de borrar el rastro ingrato y las palabras que nos alejan de la felicidad.
Clama, entonces, el poeta entre clamores, haciéndose eco de señales que no cesan, de llamados que recorren con urgencia la imaginación, y cuyos gestos palpitan en la vida del relámpago, en su fuga vertiginosa de lamparón electrizado, en el gemir del río, en la lluvia que nos llora su miedo de anegarse, y en los arroyos colombianos que necesitan ahogarse en la muerte de un ternero, o en el sueño de una niña extraviada. Extraviados como estamos —nos sugiere el poeta— aprendamos, igualmente, a escuchar ese clamor.


Rodolfo Lara Mendoza. "Fundar la primavera" (Reseña del poemario Las sombras del asedio). En: Revista Común Presencia Nº 19. Bogotá, Colombia, 2008, p. 60.



***



La poesía de Argemiro Menco Mendoza capta tensiones de la existencia humana y emerge virtuosa del texto polifónico. Voces henchidas de nobleza, de nostalgias; voces que ríen, que iluminan y acusan, o que producen perplejidades. El poeta construye una especie de primado alrededor de "lo secreto". El secreto funciona como símbolo universal, como estrategia expresiva y recurrente. Por lo tanto, brindémosle muchísima atención al color azul. Los equilibrios y desmesuras comunican aleteos de enigmas y de obsesiones milenarias. Constatar lugares mágicos, el sabor del eros y amor, la vocación de trascendencias, episodios que conmueven, aventuras que entusiasman y las olas fugitivas de la inmensidad son procesos o lenguajes que nos prodigan el disfrute del misterio. El poeta no elude las heridas de la vida colombiana - terrible y fecunda - además, nos revela imaginarios de su conciencia caribeña. El lector cocreador, a la caza de asombros, podrá descubrir el lirismo puro y vitalista de este canto. Lo efímero y eterno se cristalizan en verdaderos milagros de la palabra. Este libro, "Secretos míos,,, (¡al arca del luz!) es un navío tripulado por lo sutil y aglutinante de su significación. Rasgos que nos sugieren lecturas olfativas para viajar palabras adentro.


Miguel Torres Pereira
, Contraportada del poemario Secretos Míos,,, (¡al arca de la luz!) (Lealón, 2000).

***
PRESENTACIÓN

de Secretos Míos,,,


Inconforme y agreste en medio de la algazara y la vendimia de elaborados prestigios, mi espíritu torna a ser humilde frente al texto poético, sea cual fuere su origen en tanto tenga el privilegio de percibir la voz inaudible del hombre y la mujer que han abandonado la tierra que les permitió echar raíces y crecer cómo árboles sólo semejantes al suelo que los nutre. Quiero decir voces auténticas cuyo ego sigue golpeando los muros de la aldea, o bien, la ciudad que les vio nacer.
Entre mis manos un primer libro de poemas de Argemiro Menco Mendoza, escritor y cómplice de mis propias aventuras estéticas, de cuya amistad estaré más que orgulloso... ¡complacido hasta la muerte!
Secretos míos,,, (¡al arca de la luz!) constituye, en realidad, varios libros en uno sin que, por ello, pierda unidad. Es como si el poeta quisiese que el lector navegue lento y sin apremios por todos los meandros de su agitada existencia, al rescate en estos poemas henchidos de vitalidad y de una desesperada búsqueda de la verdad, más que la belleza per se, porque lo verdadero es necesariamente bello.
Su abierta y juvenil batalla con el lenguaje nos deslumbra, y nos convence el esfuerzo sin reposo por hallar la palabra justa y la imagen exacta, siempre en beneficio del espejo infinito de la poesía, tan elusiva y misteriosa como el universo interior del poeta.
Testigo implacable como he sido del trabajo inteligente y tesonero del poeta a través de varias décadas, deseo marginar el gozo espiritual que me produce la publicación de su obra para dejar espacio pleno al respetable criterio de quienes bien aman, conocen y consumen con deleite el fruto maduro de la poética nacional.
Al amigo, mi gratitud sin límites por el honor que me otorga considerándome su maestro, puesto que sólo he sido un campanero humilde que buscaba alejar los fantasmas de su autocrítica, dispuestos a sumirlo en el silencio como si el pueblo que le escucha en amplios y diversos ámbitos no tuviera derecho a su canto de poeta solidario e irreductible luchador.
¡Celebro desde ahora el buen suceso y el afortunado encuentro de esta obra con sus lectores en el tiempo y el lugar señalado por un deseo indecible de acertar! .



Felipe Santiago Colorado H., Presentación del poemario Secretos Míos,,, (¡al arca de la luz!). Lealón, Medellín, 2000, ps. 9-10.

***

ENTREVISTA A JUNIELES

En medio de todo eso se leía, se descubrían autores, veíamos cine, muchos amigos sin distingo de edad conversábamos en las bancas de la Universidad, o en cafeterías cercanas: Carlos Curi, Franklin Patiño, Juan Carlos Díaz, Juan Carlos Gossaín, Rómulo Bustos, Fredy Machado, René Arrieta, Ricardo Vélez, Argemiro Menco. Adquiríamos herramientas académicas útiles, pero lo real e imprescindible estaba en la soledad de la habitación: leyendo, escribiendo y tachando, entre el desespero, la impaciencia, la insatisfacción; sin prisa pero sin pausa, rompiendo hojas, sacándole callos a las nalgas y pestañas a los ojos.


J.J. Junieles. En: Ortiz Cassiani, Javier. “Las palabras son la morada del monstruo” (entrevista a Junieles).